Qué solo que está este señor.
Qué solo está.
Su casona, muy grande. Con ventanas importantes y rectangulares de madera. Bastante antiguas. De no serlo, probablemente perderían su encanto. El señor
no es muy de remodelar nada en absoluto. Con lo lindo que es el gris sucio, propio de paredes sobre las cuales se apoyaron tantos a fumarse un puro, ó esperar acompañantes que en realidad nunca salieron de sus casas.
Ésta casona apenas asoma entre las copas de dos frondosos y antipáticos arboles, cuya especie no podría especificar, ya que son pocas las cosas que me interesan menos que la vegetación. Por lo primero, es que nadie pone una pausa ni de dos segundos a sus ajetreadas vidas para señalar vagamente la belleza de la arquitectura del lugar. Muchísimo menos para imaginar que, allí dentro, se encuentra un señor. Muy solo, desde hace añares.
Enfocándonos en lo que interesa: el señor, como siempre, resignado en su soledad, va a prepararse La taza de café matinal. Mientras bate la mezcla de granos molidos y azúcar, inflando las venas por la fuerza ejercida, cae al suelo, noqueado por un algo.
Vaya uno a saber luego de cuanto tiempo se despierta. El panorama es un tanto crudo, para vivirlo al menos: una ceja rota, y un enchastre de trozos de porcelana en el suelo. Porcelana proveniente de alguna taza extra que andaría por allí, distinta a la que usaba para prepararse el café en el momento del atentado. No debería ser necesario acotar que, el señor no tiene la más ínfima idea de cómo había llegado la misma a estrellarse con semejante violencia contra su rostro.
La deja por esa.
Por la noche, recostado en la cama, leyendo un libro que sostiene sobre su rostro, sucede algo igual de extraño. Pierde el control de sus desfiguradas manos de viejo, y se le cae el libraco sobre la nariz, haciéndole sangre. Habiéndose levantado para ir al baño, no puede evitar ahogar un rasposo gritito en la garganta arrugada. El ejemplar de Colmillo Blanco se encontraba girando alrededor de su cabeza. Como un satélite.
Continúa el pasar de los días, por supuesto. Algunas semanas y más noches.
Al señor se le complican ciertas actividades cotidianas, como lavar los platos con el detergente dando vueltas en torno a su calvicie, junto con las esponjas y trapos. Por suerte, llegó a avivarse y ató los tenedores y cuchillos a clavos en la pared (clavar los clavos no fue para nada fácil).
También, escuchar la radio, al principio. Le fue incómodo acostumbrarse al estéreo tan extremo. Eventualmente, la interferencia, producto del claro campo gravitacional generado en algún punto de su cráneo, se hizo demasiado molesta como para siquiera molestarse en encenderla.
Con el transcurso del tiempo, los cuerpos atraídos a la órbita son cada vez más grandes.
La estufa, la television, la biblioteca, el ropero, los sillones, e incluso la cama, terminan uniéndose al baile en ronda en torno al señor, como un juego de infantes, espectáculo que no disfruta desde tiempos inmemoriables.
Este último pensamiento enciende la lamparita creativa del señor.
¿Baile?
Baile. Todo eso le recordaba a un baile. Un poco infantil, un poco prehistórico.
Pero un baile al fin.
Un buen día, abre la puerta circular de la casona, cuyo interior se encontraba prácticamente vacío, ya.
Se lleva todo a su paso. La gravedad arranca las raíces de los antipáticos árboles, interrumpe el vuelo de los benteveos y se lleva también la pelota de un niñito que jugaba en la acera. La casona entera se desploma, y una ráfaga de tablones y mugre se abandona a la atracción.
El señor, tras su imponente tornado de cachivaches, va como si nada por la calle, agudizando el oído para percibir los alaridos de los espantados ciudadanos, que, fracasando en aferrarse al aire, son succionados y obligados a orbitar a la redonda de lo que, en este momento, es poco más que una estruendosa licuadora andante, un limbo de maderas, hojas, fierros, vidrios, piernas y más.
¡Que dancen!, se oye bajo aquello.
Qué feliz está este señor.
Qué feliz está.
Reprobé física.