La providencia del Señor no siempre nos ilumina. Fea obra de Dios es el hacernos una marquita en el cuero cabelludo por un día y someternos a la vergüenza. A veces, las quinceañeras tildan la ruptura del corazón, el rechazo por parte de su enamorado semanal como el peor de los sentimientos, el estado emocional más calamitoso por el que uno pueda transitar. Otros tantos, atribuyen este título a la incertidumbre, la decepción ó al amor metamorfoseado en odio. Pero Yo, en mayúsculas, porque ando con el ánimo por el suelo y medio que estoy tratando de hacer de cuentas que no, digo que la vergüenza tiene forma de alfiler clavado en el oído, de rodillas quebradas y de muela careada.
¿En qué me baso? En poco, sí. No tengo ningún certificado que me califique de erudita en el tema, pero debo una deuda a narcotraficantes de piel oscura y si no escribo algo me envenan al gato.
Vergüenza, vergüenza de uno mismo en acontecimientos cotidianos.
No hay desamor comparado con el mantener una animada conversación acerca de Tarkovsky y ver cómo, en medio de nuestra emoción, escupimos a nuestro receptor, el cual, con asquito, finge no haberlo notado. Y la gotita de saliva queda brillando en el pómulo izquierdo. El ánimo con el que se relataba nuestra opinión acerca de El Sacrificio no volverá a ser la misma. Se cagó todo, es la última vez que se nos invitará a salir. Somos miserables.
No hay golpiza que pueda compararse con el intentar reemplazar nuestro asiento del colectivo por uno recién liberado, abalanzarnos sobre el mismo, y, en cámara lenta, ver como un enviado de Satanás entra en escena y nos lo garronea. No queda otra que retroceder, despacito, a nuestro asiento de origen (hacer de cuentas que preferimos estar de pie por el resto del trayecto no se vale, es tarjeta roja), y sentir cómo el resto de los pasajeros se ríen por dentro. El viaje será a partir de ese entonces un suplicio, lloraremos con el cachete pegado a la ventanilla mientras el cielo se cubre de nubes. Somos miserables.
No hay infidelidad descubierta que pueda compararse con, en medio de una simpática reunión con amigos, sacudir la mano en el aire exigiendo atención (la cual no se nos cederá con facilidad, pero estamos acostumbrados), y acotar un algo que nos parecía propio de una mente brillante, esperar con la sonrisa clavada un desacato de carcajadas, y recibir a cambio miradas torcidas y fruncimiento de cejas, una barrilla rueda a nuestras espaldas. Cae la cereza sobre el postre cuando la conversación se formatea y vemos cómo nuestros ex-amigos se cierran en una ronda de sillas, habiendo dejado nuestro prometedor comentario flotando en quién sabe qué rincón de qué galaxia vecina. El mismo nos hace adiós con la manito, se disculpa por haber fallado. Pero es tarde, y nos vamos a caminar por las calles de una película de Jarmusch, pateando una lata de Coca-Cola. Somos miserables.
No hay ninguneo de jefe previo al despido que pueda compararse con, queriéndonos hacer los vivos, llamar al teléfono de línea de nuestro amor platónico (número que tenemos bajo nuestro poder no por mérito propio si no por la ayuda del amigo -medio morochito por lo general- que se la juega y nos lo consigue a cambio de figuritas del mundial), esperar a que atienda, dejarlo decir "¿hola? ¿hola? ¡¿hola?!", entrar en una espiral de diversos placeres al escucharlo enfurecer, esperar a que corte, atender otra llamada a los trece minutos y dieciséis segundos, decir nuestro nombre respondiendo al con quién estoy hablando y descubrir que del otro lado de la línea tenemos a aquel con quien jugamos a las adolescentes enamoradas hace catorce minutos y cuatro segundos. Se nos acusará de inmadurez, no se nos querrá nunca más, nos echaremos en la cama a llorar abrazando la almohada, y nuestra vida tendrá a partir de entonces un dúo de violín y cello muy desgarradores como banda sonora. Somos miserables.
No hay tampoco película de Aronofsky que pueda compararse con, en pleno goce de primer cita romántica con el objeto de deseo que venimos persiguiendo desde ciclo básico, pedirse un té de saborcillos raros para quedar bien (porque el té es la bebida de la gente bien), esperando que le traigan a uno una tacita con la infusión ya preprada, ver que se nos ha chantajeado y tener que meter el saquito en la tetera de hojalata y, al intentar embocarle desde la boca de la tetera hacia la de la taza, volcar violentamente el líquido sobre el plato, mesa, porción de pizza, pantalón nuevo y rodillas como producto de nuestra défisis mental y reuma prematuro, y parecer entonces un escolar meado. Como firma en nuestro carné de infeliz generador de lástima (esa lástima dolorosa que se siente por las mascotas moribundas, los viejos en geriátricos ó por Karina Jelinek), se nos desparramará la muzzarella por entre los dedos al mandarnos la porción de pizza empapada en té. Solo de batería que acompaña los chistes del stand-up, miraremos a la cámara y nos encojeremos de hombros. Somos miserables.
Mocos balanceándose de las narinas, baba que se escapa en medio de las risas, vasos ajenos que no llegamos a apoyar en la mesita y vuelcan su contenido en la moqueta, cagadas de perro en la suela de nuestros zapatos de las cuales no nos percatamos hasta que es demasiado tarde, ringtones que estallan en medio de un momento clave de la obra de teatro de nuestro amigo actor, labial que por culpa de una manoseada de cara inconsciente se extiende hasta la mejilla...
Del otro lado, el público ríe y desea no ser nosotros. Somos miserables.
Si la risa fuera un remedio, esto es la cura para el cancer...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAme este post. ¿Como no sentirse identificado?. A todos nos ha pasado algo de esto. Sino todas.
ResponderEliminarwow... asi q de esto se trataba... me tenes bastante entretenida CM ;)
ResponderEliminar