
Cuando de vez en cuando pienso en, o extraño una persona en especial, normalmente por motivos pseudo-románticos, me gusta pegar cosas en las paredes de mi cuarto.
No es que pretenda invocar espíritus San Valentinescos de papel que me muestren en qué andan dichas personas a través de un espejito mágico. O realice semejante actividad recitando poemas de Vilariño entre lágrimas y mocos, con un adagio de fondo.
En realidad, carece de explicación lógica.
A lo mejor tiene que ver con el hecho de que muchos de los objetos pegados o colgados recibieron elogios y comentarios varios de visitantes hoy día lejanos.
Upgradeando las paredes, agregando nuevos colores e imágenes a las mismas, se reducen las posibilidades de que el ojo
justo se pose en aquella foto que tanto gustó a Fulano o entre aquellos cuadros bajo los cuales Mengano escribió una guarangada con marcador permanente rojo, y se proyecten así flashes de un pasado lleno de arcoirises, unicornios y risas angelicales, muy extrañable.
Otras veces asumo que viene por el lado de pasar el rato imaginándome qué podría pensar aquel tercero con el que me encuentre ligeramente vinculada emocionalmente; qué podría pensar al verme pegar con una gracia y vigor propios de una bailarina de ballet con dermatitis en la planta del pie, tantos recortes de papel de diferentísimos tamaños, trepar a los cajones, escritorios, sillas y respaldos de la cama para alcanzar a cubrir hasta el vértice pared-techo, al son de alguna canción más bien ochentera. Una labor tan de cronopio me hace sentir bastante menos fría y distante, tal vez más propicia a transmitir ganas de abrazar y esas cosas de persona boba.
Es como una caricia psicológica.