Repudiado por casi todos, desde el extrovertido mamboretá hasta la arisca comadreja, desde el poco carismático ratoncillo de campo hasta el galanazo del búho, exceptuando las hormigas que nunca alzan la cabeza porque el cielo poco les interesa, el erizo Hipólito (sí, estos bichos suelen tener nombres horripilantes, pobres santitos) cantaba y recitaba poesías día y noche para no más que evadir la realidad y olvidarse de preocupaciones tales como su supuestamente repelente aspecto (idea plantada en su cabeza por la lagartija, que por su parte se pasaba las tardes espiando a sus vecinos para luego echarles los defectos analizados en la cara como el bicharrejo carente de autocrítica que era), o bien lo efímera y banal que era su existencia, pensamientos que si no eran apaciguados por música y arte, invadirían todo su ser hasta convencerlo de arrojarse desde el más alto de los robles para deshacerse en trece o catorce pedazos por todo el suelo.
Cantaba Hipólito de piernas cruzadas sobre una roca:
Deja a mí morocha plantar esta margarita
para que te florezca mañana un gran jardín
que sea el espejo de tu lindura
Deja a la vista ese bonito pescuezo
para que pueda decorarlo yo con estas perlas
y enmarcar así..
.
Antes de terminar cualquier poema, o más bien payada, las criaturas que pasaban por ahí irrumpían en risotadas y, según él, si bien esto no lo desanimaba, perjudicaba muchísimo su concentración. De todas formas, los hacía marcharse valiéndose de improperios de poca monta, y volvía a inspirarse.
Aparecióse sobre el bosque un día la gran nube negra Quiñones. Siempre que surcaba el cielo encapotado era para no más que anunciar terribles lluvias torrenciales.
-Cállese de una vez Hipólito, que debe llover. Que sea el diluvio por lo menos el único momento en el que mis oídos no se irriten por su barullo de cuarta.
Hipólito levantó la naricita por encima de su cabeza, tomó aire, y abrió la boca:
A callarme usted esponja de los cielos no va a venir
Si ni ha todavía podido el oso, el lobo ni aquel otro ruin
Déjese de tanta palabrería burda negrita mía
Que aquí no se le permite a nadie más que a Dios sembrar agonía
-¡Le ha salido una rima!- Observó Quiñones, algo sorprendida.
Hipólito sonrió, satisfecho con semejante cumplido. Cuando se dispuso a recitar otro poemita, la negra iluminó los cielos haciendo saltar alguna que otra chispa, y agregó:
-Aún así, nadie le ha pedido canción alguna. Vaya a esconderse, que usted es tan inútil que es capaz de ahogarse en cualquier charco.
Hipólito, terco y testarudo, ignoró las órdenes de Quiñones, y repuso mientras se recostaba y estiraba las patitas sobre su roca:
-Adelante con la lluvia, negrita querida, no hay nada en este mundo capaz de hacerme más feliz, que terminar mi vida haciendo lo que he venido haciendo hasta el momento para evitar vivirla como la moral dice que se debe. ¿O es que realmente cree que preferiría estirar la pata desde mi cama con mil y un hijos y nietos orando por un viejo moribundo que nunca jamás hizo lo que se le cantaba la consciencia? Déjese de jorobar hágame el favor, que si usted no tiene voluntad propia no es mi problema.
-¡Pedazo de un vago!- bramó Quiñones, colérica, y se volcó a sí misma empapando el bosque como un gigantesco balde de agua.
A Hipólito no le importó despedazarse el cráneo entre tanto goterío pesado. Bien dijo que morir premeditadamente, cantando y recitando malísimos poemas como venía haciéndolo, era lo único que esperaba de sí mismo. Una vida pequeña que no amerita ni ser plasmada en una buena escritura. Una vida chiquita y eso, y nada más que eso, acaso esperaba algo mejor?