Quiero llegar a casa. Una orangutana permite que su crío llore y patalee. Nadie hace nada. Los chillidos de la criatura me ponen de mal humor. Ya fue todo.
Quiero llegar a casa. Un señor larga la última bocanada de humo de cigarro en la cara del chofer como muestra de superioridad. Afuera, la gente no sonríe. Dentro, cuchichean cautelosos de que sus conversaciones no sean captadas por oídos indiscretos como los míos.
Quiero llegar a casa. Una laboriosa hormiga se perdió y camina a través de mi ventana. Le deseo buena suerte en su jornada, pobrecita.
Quiero llegar a casa. El vaivén del vehículo me hace doler el cuello. Odio todo.
Quiero llegar a casa. Me enamoro a la minuta. Se sienta él dos asientos por delante de mí. Quiero decirle que se acerque, que me cuente qué música escucha.
Quiero llegar a casa. El desconocido amor de mi vida se retira de escena. No te vayas, no te vayas. Se sepulta, habiendo descendido, bajo un mar de personas. No pude ver su rostro. Volvé. No vuelve.
Quiero llegar a casa. Ya estoy cerca, pero no tanto como para alegrarme. Una pareja discute. Ella está borracha y hace ademanes de levantarse. Él la caza del brazo y la hace sentar con violencia.
Quiero llegar a casa. La pareja, en plena cólera, abandona el medio de transporte y continúa la disputa en la vía pública. Dentro, la gente observa, de chusmas.
Quiero llegar a casa. Bajo. En el camino, se me rompe un zapato. Piso un caracol y me tropiezo dos veces.
Llegué a casa. Dormir.
Al final no quería llegar.