
Muchos aseguran haberlo visto. Otros, lo tildan de leyenda urbana terraja. Extenso tópico es en verdad, el del Ómnibus que nunca para.
No es un ómnibus común, no, para nada. Un común y desinteresado transeúnte, no prestará la atención necesaria para ver más allá de lo que es a simple vista un colectivo de añejo diseño. No notará la pintura oxidada bastante más opaca de lo normal, la ausencia de cartel de destino, o los ahumados vidrios tras los cuales se encuentran los desesperados y a la vez desesperanzados pasajeros, eternos pasajeros.
A pesar de su nombre, El Ómnibus que nunca para sí estaciona, raramente, es cierto, pero de esta forma cubre toda sospecha que pueda interrumpir su recorrido y se abastece de nuevas víctimas.
Un nuevo pasajero no se percatará de la trampa en la que ha caído hasta intentar bajar del ómnibus y encontrarse con la desagradable sorpresa de la imposibilidad absoluta de salir del mismo debido a las puertas selladas a cal y canto. Normalmente de mal modo, valiéndose de injurias e improperios, exigirá explicaciones al menesteroso conductor del vehículo (de ojeroso y lívido rostro, hombre que se mantiene con vida gracias a fuerzas superiores, o bien café con Speed), el cual se limitará a lanzar una fulminante mirada de desazón o incluso comprensión a su convulsa víctima.
El proceso de adaptación a lo que es su nueva sociedad de no más de veintitantos miembros es resignadamente necesario y subconscientemente asumido, ya que la vida transcurrirá allí y en ningún otro lugar. Dentro del vehículo, jamás fuera de él, siempre a través del mismo recorrido, jamás uno distinto. Sin excepciones, todos los días, hasta la infinidad absoluta del tiempo.
Aún así, los pasajeros han llegado a presenciar en El Ómnibus que nunca para, nacimientos, casamientos, muertes y tantos otros acontecimientos, y de alguna forma el socializar con sus compañeros de asiento o pares próximos, hace el abatimiento menos punzante, ya que la actividad restante que consiste en mirar sin ver por las ventanillas, es bastante deprimente y para nada atractiva pasados los primeros días de la eterna estadía.
Todas las amistades, enemistades y romances allí surgidos comienzan igual. Uno se acerca a otro, la típica:
Y vos, trabajás o estudiás?
Yo sólo viajo, será la respuesta de los más viejos, seguida de un ligero humedecimiento de ojos.
Es que en eso transforma El Ómnibus que nunca para a los peatones promedio, hijos huérfanos garabateando en los vidrios empañados, abuelos sin nietos escuchando Dolina a la noche, madres vírgenes y padres célibes sin futuro alguno. Pero viajeros, al fin. No más que eternos viajeros de la vida.